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Tío Valen: un viaje interestelar con la tarjeta SUBE…

Por Ramiro García Morete

“Esta es la canción que las estrellas han cantado/ las estrellas vieron todo”.  No era una estrella, pero casi. Aquella noche en el Centro Cultural Winer, de Rafael Calzada, todos cantaban sus canciones. No las de El Bondi, la banda que había liderado hasta hacía poco. Coreaban aquellas que había estado tocando en un cuarto de Villa Elisa, en lo de Seba.

Y es que -a decir verdad- se la pasa tocando y cantando. Ya sea aquel Camping de Ingenieros de Mar Azul hace unos años o en cualquier cosa que se parezca a un fogón, ha adquirido el rito. Y el oficio. Como en esta pandemia cuyo tramo más aislado lo pasaría en lo de su padre y –estima- compondría “una canción todos los días”.

Y todo el día. Porque cuando toma el 273 letra G, la mitad de su mente suele estar pensando una melodía nueva que posiblemente grabe en su celular. Más precisamente en “Horarios”, el grupo de WhatsApp que creó para enviarse recordatorios pero que –como todo en su vida- sería copado por melodías. Y es que el joven -que además toca la batería- no cuenta con estudio casero ni esas tecnologías. Lo suyo, contará, es tomar la guitarra y estar cinco, diez o los minutos necesarios sobre dos acordes hasta que llega la canción. Dos o muchos más. Quizá sea Mateo o El Príncipe o las cantidades diversas de músicas que escucha, pero últimamente su Lyon negra se llena de acordes, aunque sin pretensión, solo con fluidez. Del mismo modo que las imágenes más cotidianas se conectan con el cosmos.

La otra mitad de su mente, por cierto, suele estar en las estrellas. No porque desvaríe, sino porque hay una suerte de recurrencia existencialista que recorre su cabeza y su joven obra. No es una estrella, pero pareciera estar viéndolo todo con jovial fascinación y capacidad de absorber. Así es que en este fan de Charly y los Stones se pueden cruzar coordenadas con el lado más candoroso de Almendra y los primeros discos de Los Piojos, con una voz expresiva que a veces suena rasgada y otras dulce. Como una artesanía rara -algo sofisticada para un puesto de feria pero muy callejera para la alta orfebrería- sus canciones cruzan universos sin prejuicio, porque el universo en sí es la canción.

Así es que entre decenas y decenas, escogería a fines del 2019 esas que cantaban en Calzada porque Ramiro las había grabado en un celular. Y de golpe habían circulado por WhatsApp. En ellas parecía haber un relato más allá del género. Inclusive más allá del sonido orgánico y electroacústico que generarían con la producción de Juan Pedro Dolce. Una especie de conexión entre lo íntimo y lo inmenso. Algo que podría denominarse “Clapipuscuo”, aunque digan que la palabra no exista. “La RAE me quemaría en la hoguera”, contará riéndose sobre ese vocablo que inventó jugando con Arial 11 en el Paint pensando la portada. Y así llamaría a su cálido y bello disco. Porque a Valentín Macchi o Tío Valen le gusta mirar el mundo. Pero lo que no encuentra en este, lo inventa o busca en otro.

“Es la relación entre lo más intimo y lo más inmenso. El alma y el más allá -introduce Macchi-. Y en el disco se mantiene bastante eso. Lo mantuve en todos los temas. ´Galletitas de almidón y una luna de Plutón´, por ejemplo. Medio visual. Y hay como un romance con la luna”. Pero aclara: “En verdad no lo pensé al principio. Lo temas me salieron así. Lo elegí porque tenían en común esa onda intima”.

Por eso junto a Juan Pedro Dolce eligieron una estética adecuada, con un tratamiento orgánico y despojado de grandes efectos. “Buscamos que suene medio fogonero, que se escuche el toque. Entonces encaramos un tema y por ahí le sumábamos un bongó o unos detalles y después construyendo. Es un disco muy enfocado en la voz. Es como el eje central y los instrumentos  son pinceladas alrededor”.

Por eso repite: “Fogonero sería la palabra. Yo tampoco curtí mucho la onda electrónica, así que lo que lo que hice fue mantenerme fiel a lo que sé: tocar instrumentos. La viola, percusión, que suene así tocado. Me gustaría en proyectos futuros meter otras cosas. Pero para estos temas los veía así fresquitos y orgánicos”. Y ejemplifica con “Los programadores”, esa canción donde deja más en claro una visión sobre un mundo que pierde la sensibilidad. “Cuando lo hicimos pensé: vamos a meterle un sonido de computadora. Y después, acorde a la letra, entendimos que era todo lo contrario. Entonces agarré una flauta e improvisé unos sonidos raros. Luego metimos unas trompetas locas. Pensamos en sonidos de naves espaciales de películas viejas y al final hicimos todo artesanal”.

Según cuenta, el disco cuenta con “mucho arreglo improvisado”. Esas canciones que imaginaba a voz y viola acabarían acompañadas por el mismo Dolce (guitarra, percusión, bajo y charango), José Simone (pianos y sintetizadores), Rodrigo Bernier (batería) y las participaciones de Caro Conzonno, Fabian Passaro y Facundo Codino. Esperando el regreso a los escenarios, Tío Valen ya tiene formada su banda (junto Alejo Passaro, Natalio Stente, Felipe Acuña, José Simone y Justo Lynch) para seguir adelante con su viaje.

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