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Trump, el Enemigo Interno y el Poder Militar

Por Marcelo Brignoni*

Por años se ha asegurado, que más allá del entramando de organizaciones multilaterales a su servicio, creadas después de la Segunda Guerra Mundial, el verdadero poder en Estados Unidos es el militar, porque constituye la base orgánica de su hegemonía, aún de la financiera. El propio Zigniew Brzezinski admitiría que el poder de todos esos organismos multilaterales, emanaba del Gobierno Estadounidense en Washington y no de los acuerdos obtenidos en el majestuoso edificio de 1 y 42, en Nueva York.

Las protestas tras el asesinato de George Floyd a manos policiales han motivado múltiples respuestas, también de Trump. Más allá de sus incendiarios tuits amenazando a revoltosos varios y propiciando el surgimiento de brigadas de ciudadanos armados, casi paraestatales, la gran sorpresa de Donald Trump, ante el estupor de todo el establishment político de Estados Unidos, ha sido introducir el concepto de «terrorismo interno», pidiendo ayuda militar a las Fuerzas Armadas para sofocarlo. La aparición de la Biblia en sus manos, intenta darle carácter de cruzada mística a su «lucha».

Trump cree que ante las limitaciones que enfrenta hoy el poderío político en declive de Estados Unidos y su déficit comercial gigantesco, su posición como superpotencia mundial depende de que las fuerzas militares asuman una posición de mayor agresividad y protagonismo, interna y externamente, como fórmula ultima para mantener su hegemonía imperial en el escenario internacional, y la suya al interior de Estados Unidos.

Trump tiene una ventaja, ha sido subestimado por muchos que le daban carácter de inviable a su candidatura de 2016, y que pensaban que solo era «un loco». La incomprensión de lo que sucede en el interior profundo de Estados Unidos y la pretensión de algunas consignas de que los habitantes de Dakota del Norte, Colorado o Nebraska tengan un comportamiento «neoyorquino», es otra ventaja a su favor.

La imagen de Trump saliendo de la Casa Blanca rumbo a la Iglesia St. John’s Church, atravesando calles humeantes con restos de gases lacrimógenos, y acompañado de parte de su gabinete y del comandante del Estado Mayor Conjunto Mark Milley, insólitamente ataviado con ropa de combate, es tal vez la imagen de lo que Trump pretende para lo que viene. Supremacismo blanco, militares a la vista, la Biblia en sus manos como justificación mística, y un discurso de segregación represiva, de escasos antecedentes en los últimos años de la política estadounidense.

Minutos antes había dicho «Voy a movilizar todos los recursos federales disponibles, civiles y militares, para parar los saqueos y los actos de terrorismo interno de los anarquistas profesionales» y siguió «estoy desplegando miles y miles de soldados fuertemente armados, personal militar y agentes de seguridad y si la ciudad o estado se niega a tomar las acciones necesarias, entonces desplegaré al ejército para resolverles rápidamente el problema».

La imagen del discurso, más la visita a la Iglesia St. John’s Church fue un cimbronazo para los «expertos», el sistema político y para muchos miembros de las fuerzas armadas, que vieron con asombro y perplejidad al militar de más alto rango, vestido de combate, sumándose a un acto proselitista de Donald Trump. Además, la apariencia de Milley violó la norma de Washington de que los altos oficiales nunca visitan la Casa Blanca vestidos para el combate. Más importante aún, traspasó un límite muy preciso de la política estadounidense: los militares en funciones no intervienen en la política interna.

Trump avanzo más y señalo que apelaría a la llamada ley de insurrección, que data de 1807 y que prevé recurrir a los servicios del ejército en casos de extrema gravedad y amenaza del orden público.

Esa ley vetusta, aprobada por el Congreso en marzo de 1807, prevé autorizar el empleo de las fuerzas terrestres y navales de Estados Unidos en casos de «insurrecciones».

En los últimos doscientos años, dicha ley ha tenido varios cambios y enmiendas, la última en 2006, un año después del paso del huracán Katrina, que dejó cerca de 3.500 personas muertas. Fue el resultado de fuertes críticas a la débil respuesta del gobierno federal para atender aquella emergencia. Gobernaba George Bush hijo, el mismo del septiembre negro de las Torres Gemelas. Hoy, el heredero de New Haven es uno de los más feroces críticos republicanos a Trump e incluso manifestó que no lo votara en las elecciones previstas para noviembre, si es que la pandemia y la crisis generada por la discriminación racial, permiten su realización.

Aunque el presidente Thomas Jefferson la usó en 1808 y otros mandatarios estadounidenses recurrieron a ella en el siglo XIX, fue especialmente a partir de mediados del siglo XX, cuando la ley de insurrección fue invocada más a menudo. Roosevelt en 1943, ante los disturbios raciales en Detroit, Eisenhower, John F. Kennedy y especialmente Lyndon Johnson, también recurrieron a la ley en distintos momentos. Johnson la invocó en tres ciudades distintas en el mes de abril de 1968 por las revueltas que se produjeron tras el asesinato de Martin Luther King, y volvió a ser aplicada por el presidente George H. Bush en 1992, ante los disturbios producidos a partir de la impunidad policial tras un ataque racial sanguinario contra el taxista Rodney King, en Los Ángeles, California.

Trump puede estar loco, pero la historia naif, de la «gran democracia americana», sabe que no es cierta.

El escándalo por la imagen de Trump, Biblia en mano, junto al comandante en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas en ropa de combate escaló hasta puntos extremos y el propio general Mark Milley, viendo que la destitución lo acechaba, señaló «No debería haber estado allí», en un discurso grabado en vídeo para la ceremonia de graduación de la Universidad Nacional de Defensa «Al estar allí di la impresión de que las Fuerzas Armadas están involucradas en política nacional, y no es el caso ni mi intención, transmitir ese mensaje». El daño estaba hecho y la posibilidad de que sectores militares se sumen al apoyo explícito a Trump ya no es algo inédito sino posible.

Trump ha entendido como pocos, más allá del rumbo de su estrategia, que la crisis estadounidense es sistémica, y por eso se ha mostrado dispuestos a destrozar la institucionalidad globalizadora y también los soportes internos que apoyan ese modelo internacional. La prensa corporativa, el FBI y la burocracia del Departamento de Estado saben de su ira.

Más allá de la autocrítica posterior, lo cierto es que el general Milley y Mark Esper, el secretario de Defensa, permitieron que las fuerzas armadas se sintieran atraídas por la respuesta de Trump a las protestas, y se dejaron usar para el beneficio político de Trump, con resultados aún imprevisibles, desde el punto de vista político e institucional.

El general Milley al igual que Kay Coles James, la primera mujer afroamericana en dirigir The Heritage Foundation, el principal abastecedor de «recursos humanos» a Trump, han sido seleccionados con precisión de campaña electoral para ocupar esos lugares. El nacionalismo de First América pretende que cumplan un rol muy importante en la campaña de Trump 2020.

Milley es compañero de promoción en West Point del secretario de Defensa, Esper; del secretario de Estado, Pompeo, y de David Urban, el principal recaudador de campaña de Donald Trump, y llegó a la cima del poder militar estadounidense, con la buena nueva de un aumento del presupuesto militar en el año 2019, que ascendió a 732.000 millones de dólares, un incremento del 5,3 % sobre el asignado para el año 2018.

The Heritage Foundation fue fundada en 1973, en tiempos del apogeo de Henry Kissinger y con sede en Washington D.C., a unos cientos de metros de la Casa Blanca. Cumplió un papel central de liderazgo durante la presidencia de Ronald Reagan. ​Margaret Thatcher, el propio Reagan y George H. W. Bush, entre otros, han impartido conferencias en sus instalaciones. Desde 1995, Heritage elabora cada año el paradójico «Índice de Libertad Económica», que publica el Wall Street Journal y en el que establece un ranking de medición de la libertad económica de todos los países del mundo. De allí provienen Steven Mnuchin, secretario de Comercio, el arrepentido James Mattis, ex secretario de Defensa y el mismísimo Mike Pence, Vicepresidente.

Con 120.000 muertos por COVID-19, casi 30 millones de desempleados, una caída del PBI en picada y un déficit comercial gigantesco la búsqueda de enemigos externos e internos parece ser la única estrategia posible de Trump en su lucha mística por «el bien».

Hoy puede decir que ha conseguido que muchos actores importantes de las Fuerzas Armadas estadounidenses se inserten al debate que el propuso, aun para descalificarlo. El almirante retirado Mike Mullen y el general retirado John Kelly, quien fuera jefe de gabinete de la Casa Blanca de Trump cuestionaron severamente al secretario de Defensa Mark Esper y al general Milley. La fuerza aérea fue más allá y el general retirado condecorado Michael Hayden, los llamo imbéciles en Twitter.

La decisión de Donald Trump de reclutar adherentes entre las fuerzas policiales, la guardia nacional y las fuerzas armadas está en marcha. El «enemigo interno» no parece ser tan importante como su voluntad de quedarse en el poder. El establishment político ya lo subestimó una vez. No será bueno para ellos que vuelvan a hacerlo.


* Analista político

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