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Un Walsh freak

Por Ulises Cremonte

“La primera noticia sobre la masacre de José León Suarez llegó a mis oídos en la forma más casual, el 18 de diciembre de 1956”, dice Walsh en el prólogo a la primera edición de Operación masacre, la de 1957. Y en el prólogo de 1964, el más citado –ese en el que plantó esa imagen insoslayable tanto para la historia como para las letras latinoamericanas y mundiales: “hay un fusilado que vive”– se detiene a explicar que fue en un café de La Plata en el que se dedicaban a jugar al ajedrez.

En esas mismas páginas, el Walsh que a los pocos años manifestaría su decisión de abandonar la literatura, reconstruye aquella noche y suelta en un presente ahistórico: “Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver a ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo…”.

Es inevitable pensar que se estaba refiriendo a aquella Antología del cuento extraño que había realizado para Hachette en el trascurso del 56, una obra que ahora la editorial El cuenco de Plata vuelve a publicar en cuatro tomos, que comprenden cuarenta y nueve cuentos universales de distintas modalidades “no-realistas”. 

Veinte de los autores son los mismos que aparecen en la famosa Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Pero en la de Walsh cada autor es precedido por datos biográficos y alguna reflexión, lo que al mismo tiempo que facilita la comprensión implica reconocimiento: el lector entra en contacto con un autor sabiendo quién es (a diferencia de la obra del “trío infernal”, que por continuada y fragmentaria puede producir el efecto de aposentar la genialidad en los antólogos). 

En Antología del cuento extraño aparecen los elementos clásicos del género: el tiempo y su relatividad, lo sobrenatural, el deseo y sus peligros; en su mayoría son “textos aparentemente desvinculados de los problemas contemporáneos”, como señala el propio Walsh en la minibiografía de E.M. Forster, autor del cuento “Pánico” que integra el tomo II.

Pero la futura cosmogonía del militante parece filtrarse en el recorte: hay un hombre que padece el horror de ver la esencia de los otros (“El misántropo” de J.D. Beresford en el tomo I), hay otros que rozan la insanía por ver el futuro (“El enfermo” de J.F. Sullivan en el tomo II y “Enoch Soames” de Max Beerbohm en el tomo III) y abundan los aparecidos, presencias espectrales que quizás hayan condensado, años después, en la decisión literaria de prologar la puerta de la non fiction latinoamericana y mundial con “un fusilado que vive”.

En el tomo I destacan “Historia completamente absurda” de Giovanni Papini, y el tanta veces citado “El puente sobre el río del Buho” de Ambrose Bierce. En el II, el cuento del argentino Bernardo Kordon, “Un poderoso camión de guerra”. El III incluye un puñado de escritores ingleses y norteamericanos entre los que se destaca un breve relato de Kafka. En este tomo lo fantástico toma diversos cuerpos: supersticiones, viejas leyendas y esa especie de conclusión moralizante tan propia del género.

Como si tuviera que limpiar la culpa de ocuparse de motivos temáticos cercanos a narraciones infantiles, ejerciendo una especie de sentencia que justificara lo que se contó. En el IV, intervenido por los largos relatos de Conrad y de Merimée, parece trabajar una zona del cuento fantástico cercana al universo cortazariano. Narraciones como “Metamorfosis” de Gómez de la Serna, “Los buitres” de Cerruto o “La sed” de Silvina Ocampo se instalan en un registro en el que la trasmutación, de cuerpos y de espacios, gana el centro de la escena.

Más allá de este rápido recorrido por las temáticas y registros incluidos en la antología vale volver al cuento de Max Beerbohm, titulado “Enoch Soames”. Enoch Soames es un escritor mediocre que literalmente vende su alma al diablo con tal de poder avanzar cien años en el tiempo y comprobar qué se dirá sobre él en el lejano 1996. Allí encontrará que la única referencia a su nombre es dentro de una reseña donde se lo muestra como un mero y poco verosímil personaje de ficción. Autor físico y real que se vuelve un estereotipo, una modesta caricatura de época.

La respuesta que da el cuento es interesante, en cuanto también parece hablar sobre lo que Walsh odiaba que fuera a ocurrirle. Quizás su renuncia a escribir una novela, su renuncia a la ficción –independientemente del entendible desdén a los formatos burgueses– es también una actitud de preservación. Porque el Enoch Soames del cuento es un autor que vive para la fama futura, para la posteridad. En cambio Walsh fue un hombre de (y para) su tiempo. En tal sentido, la reedición de esta Antología del cuento extraño quizás hace que Walsh se vuelva un poco Enoch Soames. Parece más un gesto oportunista que un rescate de autores. 


 

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