Por Ramiro García Morete
«Yo ato con alambre todos mis versos / como pa un ranchito villero nuevo / cirujeo todo lo que más puedo, / y ya viéndolo hecho: busco otros pesos». Quizá la poesía sea efectivamente una forma de recolectar la historia y constituirla como una forma de memoria popular, que anda las calles tomando lo que el resto descarta o no ve. O quizá habite en los márgenes, como el «indio / negro / negro de mierda / negro de alma / negro negro«. O en ese juego ambivalente que propone la palabra «bardo». Tal vez sencillamente, lo mejor de su canto viva dentro de sí y debamos dar lugar el silencio. O a quien mejor puedo trata de revelar estas y otras cuestiones, como Mariano Dubin.
- ¿Podrías definir la poesía?
Mi visión del asunto es materialista. No encuentro definición por fuera de la experiencia histórica. Decimos poesía y nombramos, al mismo tiempo, el poema de Gilgamesh, la poesía erótica latina, el Mio Cid, Sor Juana, Whitman, las letras de tango y la improvisación en el RAP. Y también el Ayvu Rapyta de los guaraníes, los ícaros u otros cantos indígenas. Demasiado optimismo epistemológico pensar todo como poesía. No obstante, la comodidad (y lo inevitable, por cierto) de esta noción nos permite leer en sistema y descubrir, por qué no, algunas recurrencias históricas, estéticas, poéticas. De modo arbitrario, por fuera de toda definición, me interesan algunas cosas: la poesía como memoria popular; la épica, el cantar guerreando; el Barroco; la gauchesca y el tango. Y no me interesan, ya que estamos hablando de bueyes perdidos, otras que posiblemente sean un residuo del neoliberalismo: el emprendedurismo juvenil-poético de separar frases cotidianas con algún eslogan progresista de época. Digamos: la ansiedad pequeñoburguesa cifrada en cortar frases apretando ENTER.
2. ¿Recordás un evento, libro o sensación que remita a tu primer encuentro con ella?
Sí. Hace veinte años, un amigo, Federico Sager, me invitó a la presentación de una revista que se llamaba El espiniyo, dirigida por José María Pallaoro. Gran revista por la que leí por primera vez a grandes poetas de la ciudad, por ejemplo, a Néstor Mux. Pero entonces yo tenía poco más de veinte años y todos me parecían, inevitablemente, unos caretas. No recuerdo mis argumentos pero era, sobre todo, una «sensibilidad» porque, de hecho, nunca había leído a un poeta de La Plata; pero tenía ese prejuicio. No recuerdo qué número era el que se presentaba. Quien hablaba, cuando entramos al lugar, era Julián Axat. Yo militaba, entonces, en el movimiento piquetero; pasar de un barrio popular a un presentación de poesía era, para mí, esperar encontrar a señores gordos y señoras gordas tomando té. Pero Federico me había invitado y no quise plantarlo. Lo que sucedió me descolocó: escuchar a Axat ese día fue fascinante. El tipo estaba enojado, quería romper todo; tenía enemigos, no sé exactamente quiénes, pero tenía enemigos; desenvolvió una exaltación jacobina inesperada; quería pelearse con los enemigos de la poesía, con los enemigos de la política y con los enemigos de la revolución. Había algo distinto ahí, otro modo de encarar el mundo de la poesía. Como diría Vladimir Maiakovski, en «Mi Universidad», eso de «aprendí geografía con los codos».
3. Verso o versos propios.
¡No le creas nada!
4. Verso o versos ajenos.
Estos días estuve recitando a Lorca. Pienso, ahora, en dos estrofas de «Lamentación de la muerte»: «Vine a este mundo con ojos / y me voy sin ellos. / ¡Señor del mayor dolor! / Y luego, / un velón y una manta / en el suelo. / Quise llegar adonde / llegaron los buenos, / ¡Y he llegado, Dios mío!… / Pero luego, / un velón y una manta / en el suelo».
5. Tres poetas para recomendar.
José Hernández, Enrique Santos Discépolo y Juan Gelman.
6. Una palabra que te guste.
Me interesan, de modo personal, dos mundos. Por un lado el repertorio criollo, gaucho que es uno de los sustratos del español de acá. Las palabras de origen indígena, por ejemplo. Esas palabras que arrastran la pampa y me recuerdan a mis abuelos maternos, en el campo. A Rogelio y a Aurora. Y por otro lado me fascinan las palabras en idish, idioma que nunca estudié, pero en el que perdura la lengua materna de mis abuelos paternos, Abraham y Fanny. Siempre ando juntando palabras en idish en un cuaderno: feiguele, shleper, mishige, zeide, etc.
7. Una palabra que no.
Todo suma al guiso carrero que uno va cocinando cuando escribe.
8. La rima.
Mi infancia. Sobre todo mi abuelo Rogelio que recitaba de memoria poesía gauchesca, refranes camperos, versos criollos. Cantitos para fulminarnos con una flor en el truco. También mis abuelos Abraham y Fanny que habían aprendido de memoria, en la escuela, versos de Darío, de Martí, de Baldomero Fernández Moreno.
9. El silencio.
Atahualpa lo dice mejor: «Un día monté a caballo / Y en la selva me metí / Y sentí que un gran silencio / Crecía dentro de mí / Hay silencio en mi guitarra / Cuando canto el yaraví / Y lo mejor de mi canto / Se queda dentro de mí».
10. Verso libre (algo para decir que no hayamos preguntado).
Ya metí bastante la pata, che, no me comprometas más.
Mariano Dubin (La Plata, 1983). Doctor en Letras. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad Pedagógica Nacional. Publicó los poemarios Con los pasos de la mala vida (2006), La razón de mi lima (2009) y Bardo (2012), El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (2016), Cosas de zorro (2017) y Giap y otros poemas vietnamitas (2018). Publicó el libro de ensayos Parte de guerra. Indios, gauchos y villeros: ficciones del origen (2016), que recoge algunos de sus ensayos y artículos críticos, entre ellos, «De la gauchesca a la cumbia villera, de los piquetes a los malones», que fue premiado como ensayo latinoamericano en el Concurso Pensar a contracorriente por el Ministerio de Cultura, el Instituto Cubano de Libro y la Editorial de Ciencias Sociales en el año 2013.